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Genocidio a la vista del mundo

Mientras la población palestina sufre bombardeos indiscriminados, desplazamientos forzados y bloqueos que niegan el acceso a lo esencial para vivir, la comunidad internacional permanece atrapada en declaraciones tibias. Reconocer a Palestina como Estado legítimo y exigir responsabilidades por crímenes de lesa humanidad ya no es una opción diplomática, sino un deber moral y jurídico inaplazable. Cada bomba que cae sobre Gaza arranca vidas inocentes y erosiona los cimientos del derecho internacional. La masacre de mujeres, niños, hombres y ancianos palestinos ocurre a plena luz del día, transmitida en tiempo real, sin que los líderes del mundo actúen con la urgencia que exige un crimen de esta magnitud. El silencio, la tibieza y la omisión se han convertido en cómplices de un genocidio que, más allá de lo político, interpela la conciencia misma de la humanidad.

Por: Helen Caicedo Londoño


La humanidad sitiada: Palestina, los crímenes impunes y la indiferencia global

El conflicto entre Israel y Palestina no es nuevo. Sus raíces se hunden en más de siete décadas de disputas territoriales, desplazamientos y violencia sistemática. Sin embargo, lo ocurrido desde octubre de 2023 ha marcado un punto de no retorno: los ataques masivos contra la población civil palestina, los bombardeos sobre hospitales, escuelas y refugios de Naciones Unidas, y la imposición de un bloqueo total en Gaza han convertido lo que algunos llamaban un “conflicto armado” en un escenario que, según múltiples juristas y organismos internacionales, reúne los elementos del crimen de genocidio.

La Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948 es clara, genocidio es cualquier acto cometido con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Los ataques contra civiles, acompañados de discursos que deshumanizan a los palestinos, y la negación sistemática de acceso a lo básico para sobrevivir no pueden entenderse como daños colaterales, sino como parte de una política sostenida de exterminio.

Las imágenes que llegan desde Gaza no son de un conflicto convencional, son la evidencia cotidiana de una catástrofe humanitaria sin precedentes recientes. Los ataques y bombardeos israelí han dejado niños huérfanos, amputados, desnutridos, hospitales colapsados, escuelas destruidas y familias enterradas bajo los escombros. Según cifras suministradas por el Ministerio de Sanidad del enclave palestino, han muerto 65.062 personas y 165.700 heridos desde octubre de 2023 , de las cuales más de la mitad son mujeres y niños. Panorama que puede suponer cuestionamientos: si el derecho internacional humanitario nació de las cenizas de Auschwitz y Srebrenica para impedir la repetición de tales horrores, ¿qué valor tienen esas normas contempladas en el derecho internacional humanitario si el mundo las contempla impotente o, peor aún, indiferente?

La responsabilidad del horror en Palestina no se limita a quienes lanzan bombas o disparan armas. También recae sobre los gobiernos que, pudiendo detener la violencia, eligen callar o mirar hacia otro lado para proteger sus alianzas estratégicas y beneficios económicos. Cada abstención en votaciones cruciales, cada licencia renovada para exportar armas y cada falta de sanción efectiva son ladrillos que sostienen un sistema que erosiona el Derecho Internacional Humanitario. El contraste resulta hiriente, en otros conflictos recientes, las sanciones y condenas llegaron con rapidez, mientras que aquí reina la tibieza. Ese doble rasero envía un mensaje brutal, que la vida de unos pueblos parece valer más que la de otros.

El discurso oficial repite que lo que ocurre es “legítima defensa” de Israel, pero el Derecho Internacional no concede cheques en blanco. La defensa tiene límites, y estos están trazados con nitidez en las Convenciones de Ginebra: prohibición de ataques indiscriminados, de castigos colectivos, de la destrucción deliberada de infraestructura civil. Lo que se vive en Gaza rebasa con creces esos límites. Cuando hospitales son reducidos a escombros, escuelas destruidas y corredores humanitarios bloqueados, no estamos ante un acto defensivo, sino frente a un patrón de violencia que encaja en los crímenes más graves reconocidos por el derecho penal internacional.

Diversas organizaciones, desde Amnistía Internacional hasta Human Rights Watch, han documentado crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad en Gaza. Y la Corte Internacional de Justicia, a raíz de la demanda interpuesta por Sudáfrica, ha reconocido que existe un riesgo plausible de genocidio. No se trata de una acusación ligera, implica que el comportamiento del Estado israelí, al menos en apariencia, apunta a la destrucción parcial de un pueblo a través del hambre, la enfermedad, el desplazamiento forzado y la aniquilación de su tejido social. Cuando miles de niños mueren bajo los bombardeos o de inanición, la intención genocida ya no es una abstracción jurídica, sino una tragedia tangible.

Ante esto, ¿qué han hecho los gobernantes del mundo? Poco o nada. El Consejo de Seguridad de la ONU, secuestrado por el veto de Estados Unidos, ha sido incapaz de imponer un alto al fuego vinculante. La Unión Europea se ha fracturado entre los Estados que piden detener la ofensiva y aquellos que la legitiman en nombre de la seguridad de Israel. Las potencias árabes, mientras tanto, han limitado su respuesta a declaraciones de condena y a la facilitación de corredores de ayuda intermitentes. La parálisis internacional es tan alarmante como la violencia misma, se ha naturalizado la impunidad.

Pero no se trata solo de la inacción de los gobiernos. Es también un problema de prioridades políticas. En un mundo que reacciona con rapidez cuando sus intereses estratégicos están en juego, Palestina es tratada como un asunto periférico, incómodo, relegado a comunicados diplomáticos sin consecuencias. Esa doble moral erosiona la legitimidad del derecho internacional, si las normas son selectivas, si solo se aplican contra los débiles o los enemigos, entonces dejan de ser normas y se convierten en instrumentos de poder.

El caso palestino es, además, la muestra más clara de la necesidad de reconocer la existencia plena del Estado de Palestina. La prolongación de la ocupación y el bloqueo se alimenta de la negación del derecho a la autodeterminación. No hay justificación jurídica ni ética para seguir postergando este reconocimiento. Palestina no es un proyecto hipotético, es un pueblo con identidad, territorio y una historia marcada por la resistencia frente al despojo. Negar su legitimidad política es perpetuar aún más el ciclo de violencia.

Frente a esta realidad, la sociedad civil mundial ha demostrado mayor coherencia ética que muchos gobiernos. Las marchas multitudinarias en Londres, Nueva York, Bogotá o París, las campañas de denuncia en redes y las flotillas humanitarias que intentan romper el bloqueo, son gestos de dignidad que contrastan con la tibieza de los líderes políticos. No obstante, estas iniciativas encuentran un límite evidente, sin voluntad estatal, sin mecanismos coercitivos internacionales, la presión ciudadana difícilmente se traduce en cambios concretos en el terreno.

El dilema entonces es doble, por un lado, detener la matanza; por otro, construir las bases de una paz justa. Ninguno de los dos objetivos será posible mientras se siga normalizando la muerte masiva de civiles palestinos como un “daño colateral” inevitable. Si la comunidad internacional quiere recuperar credibilidad, debe empezar por lo obvio, garantizar corredores humanitarios estables, sancionar a quienes bloquean la ayuda y reconocer formalmente al Estado de Palestina como un actor legítimo en la arena internacional.

La historia juzgará con dureza a quienes, teniendo el poder de detener el sufrimiento, eligieron mirar hacia otro lado. Cada niño muerto en Gaza es un recordatorio de la promesa incumplida del “nunca más” que se proclamó después del Holocausto. Hoy, ese “nunca más” se derrumba bajo las ruinas de los hospitales, escuelas, edificios y mezquitas de Gaza y bajo el silencio cómplice de los gobiernos.

El reconocimiento de Palestina no resolverá de inmediato la violencia, pero es un paso indispensable para desmontar la narrativa que reduce a todo un pueblo a la condición de amenaza. Reconocer a Palestina es reconocer su derecho a existir, a decidir su futuro y a vivir con dignidad. Sin este reconocimiento, la justicia seguirá siendo un espejismo, y el derecho internacional, un cascarón vacío.

La humanidad, decía Primo Levi, siempre está en riesgo de repetirse en sus peores formas. Hoy Gaza es el espejo donde se refleja esa advertencia. No basta con la indignación, hace falta acción política, jurídica y diplomática. Porque si el mundo no es capaz de proteger a los palestinos, ¿qué nos garantiza que podrá protegernos mañana a cualquiera de nosotros?


Helen Caicedo

Helen es administradora de empresas del Politécnico Gran Colombiano. Especialista en Liderazgo, Cambio Climático y Cuidades de Flacso Ecuador. Con 13 años de experiencia en administración pública y 3 años en administración del sector solidario.

1 Comment

  • Isabel

    Latinoamericanos no dejemos solo a nuestro valiente presidente el es un guerrero de mil batallas pero una sola golondrina no hace nido no es horabde callar America

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